lunes, 15 de octubre de 2007

El pobre que da y el pobre que pide

Por Oscar Peña

La pobreza es el resultado de la desigualdad en la distribución de la riqueza en una sociedad. Esa es la material, la física, que es la expresión de la escasez de bienes para sufragar las necesidades perentorias del individuo.

Pero hay un estado de pobreza que es más lacerante y humillante para el ser humano que la material; esta es la pobreza espiritual, la que reduce al individuo a la indigencia moral, que lo despoja de su dignidad, porque tiene que vivir de la caridad pública o en el peor de los casos porque simplemente se acostumbró a depender de otro.

En estos días hemos asistido a un espectáculo degradante de caridad y de pobreza material y espiritual. Se trata de una escena recurrente que produce el candidato presidencial reformista Amable Aristy Castro, cuando en sus mítines políticos reparte dinero entre sus acólitos.

Aristy Castro es “un pobre” que da dádivas a pobres que piden, a veces porque lo necesitan, a veces por costumbre, que hacen de la condición de su pobreza una excusa para recurrir a la caridad.

El candidato reformista es “un pobre” de espíritu, de solemnidad de ideas, pero muy hábil y camaleónico para batirse en el ruedo político. Acostumbrado a lidiar en la arena de la política clientelista, sabe sacar provecho de los apremios de la gente.

Como un Robin Hood moderno, Aristy Castro no sólo ayuda a la gente de su comunidad a comprar medicamentos para los enfermos o satisfacer cualquier otra necesidad, sino que en sus aspiraciones presidenciales ahora reparte dinero entre los pobres. Desde ese punto de vista, el dirigente reformista higüeyano es un pobre de espíritu que reparte entre los pobres materiales parte de su riqueza.

¿Por qué decimos que Aristy Castro es un pobre de espíritu? Porque su discurso luce huérfano de propuestas programáticas, de visión de futuro. Y no es sólo que su indigencia de propuestas sea alarmante -situación en la que no luce muy aventajado frente a sus adversarios-, sino que, además, fomenta uno de los peores males de nuestro tiempo: la caridad moral y material del individuo.

La caridad en general castra al sujeto su capacidad de iniciativa, rebaja la autoestima y fomenta el parasitismo.

Y si se trata de asistencia legal, la que proviene del Estado, muy en boga hoy en día, si no llega acompañada de políticas que estimulen la capacidad productiva del beneficiario, entonces lo que se hace es fomentar la vagancia y la dependencia.

Los efectos de ese tipo de asistencia, al decir de Alexis Tocqueville, son nocivos y actúan sobre la moralidad antes que promover la prosperidad pública. En ese caso la asistencia legal, observa el pensador francés, “deprava a los hombres más aún de lo que los empobrece”.

Sea cual sea el modelo de caridad: pública, privada, comunitaria o religiosa, “en lugar de elevar el corazón del hombre, lo rebaja”, como bien señala Tocqueville en “Memoria sobre el pauperismo”.

En ese sentido, la forma de combatir la pobreza que auspicia el candidato presidencial reformista es humillante, degradante y desmoralizadora.

El deber de un candidato político es sembrar en el corazón de la gente la visión de progreso, el derecho a disfrutar de un empleo digno, de tener la oportunidad de estudiar, de desarrollar un proyecto personal, de poseer una vivienda y, en definitiva, de tener un mejor futuro, pero nunca fomentar el parasitismo social, que humilla y degrada la condición del hombre.

La pobreza de los pueblos, pues, no sólo es material, sino mental y de espíritu. Hallar el camino que separa la pobreza de la riqueza comienza por cambiar la mentalidad de la gente, por estimular en el individuo el ideal de un futuro de progreso y de grandeza. Y esto no se alcanza con dádivas como las de Amable Aristy Castro.

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